Acabo de inventar algo que donaré altruistamente a la ciencia para su deguste y disfrute.
Ya puedo morir tranquila porque sólo me falta acabar de escribir un libro y plantar un árbol; lo de tener un hijo lo sustituyo por el invento.
Aclaro que la parte de la ciencia a la que acabo de contribuir de manera imprevista, pero como producto de las ganas de cenar algo, es la ciencia culinaria.
Antes de seguir, obsérvese que el doctor Fleming también descubrió por casualidad la penicilina. Desde ahora lo llamaré colega Fleming.
Y sin más dilación expongo la circunstancia, y posterior hallazgo, del memorable hecho.
Las nueve y pico, muerta de hambre sin saber qué llevarme a la boca.
Tras beber un vaso de agua, la base de datos de mis papilas gustativas reclamaban una tortilla francesa. Pero e aquí que una sartén con aceite caliente no es precisamente una cosa que me seduzca ni mucho ni poco, sino nada. No nos gustamos mutuamente, lo sé porque siempre que puede (que es siempre), me salpica y me pone la ropa perdida y además me quema la piel y voy dando el cante con los olores de la fritanga. Parece que no, pero cada gota de aceite hirviendo es un enemigo.
Abro la nevera en un intento desesperado por encontrar algo en crudo que me apeteciera, pero estaba la pobre tan esquilmada, tanto, que daba pena verla. A punto estuve de meterle un euro en el compartimento de los huevos.
Eso es, huevos... Sin duda el subconsciente de mi estomago me hacía repetir “hummmmm, tortilla,” con la misma entrega que Hommer Simpson dice “hummmm, chocolate”.
En un acto extremo de esfuerzo, cogí un plato y un tenedor y me puse a batir uno, abrí el microondas, meti el plato y le di a la ruedecita la orden de que me lo ¿fiera, asara? dos minutos. Daba gusto ver cómo iba subiendo de volumen, como si fuera nata montada. Todo un espectáculo. Al cabo de un minuto pensé que también podría haber impregnado el plato con aceite y luego ponerle un poquito de sal, pero vale, eso queda para otra vez, ya iré perfeccionando el invento, que todo de una vez es mucho desgaste neuronal.
¡Click! Me chiva el horno. Lo abro y saco la obra...
A ver... estaba amarilla, sí, pero algo desvaída... y se había pegado ligeramente al plato pero con un tenedor la levanté sin esfuerzo (¿ves? Lo de ponerle aceite va a ser la solución a ese pequeño problema en veces sucesivas). Abrí un bollo de pan de un horno de leña que tenemos aquí, metí la tortilla (por el color no, pero la forma si que era de una tortilla) y sin dudarlo empecé a comer el bocadillo. Y juro que en mi vida había comido algo que evocara de tan sutil manera el sabor de una tortilla francesa, de manera que la bautizaré, en su honor, como tortilla afrancesada.
Y bueno, esta es mi gesta.
No me atreví a sacar foto porque la verdad, casi ni tiempo.
Para celebrarlo, pongo una imagen el atardecer de ayer en un pueblo al lado.
Aclaro que la parte de la ciencia a la que acabo de contribuir de manera imprevista, pero como producto de las ganas de cenar algo, es la ciencia culinaria.
Antes de seguir, obsérvese que el doctor Fleming también descubrió por casualidad la penicilina. Desde ahora lo llamaré colega Fleming.
Y sin más dilación expongo la circunstancia, y posterior hallazgo, del memorable hecho.
Las nueve y pico, muerta de hambre sin saber qué llevarme a la boca.
Tras beber un vaso de agua, la base de datos de mis papilas gustativas reclamaban una tortilla francesa. Pero e aquí que una sartén con aceite caliente no es precisamente una cosa que me seduzca ni mucho ni poco, sino nada. No nos gustamos mutuamente, lo sé porque siempre que puede (que es siempre), me salpica y me pone la ropa perdida y además me quema la piel y voy dando el cante con los olores de la fritanga. Parece que no, pero cada gota de aceite hirviendo es un enemigo.
Abro la nevera en un intento desesperado por encontrar algo en crudo que me apeteciera, pero estaba la pobre tan esquilmada, tanto, que daba pena verla. A punto estuve de meterle un euro en el compartimento de los huevos.
Eso es, huevos... Sin duda el subconsciente de mi estomago me hacía repetir “hummmmm, tortilla,” con la misma entrega que Hommer Simpson dice “hummmm, chocolate”.
En un acto extremo de esfuerzo, cogí un plato y un tenedor y me puse a batir uno, abrí el microondas, meti el plato y le di a la ruedecita la orden de que me lo ¿fiera, asara? dos minutos. Daba gusto ver cómo iba subiendo de volumen, como si fuera nata montada. Todo un espectáculo. Al cabo de un minuto pensé que también podría haber impregnado el plato con aceite y luego ponerle un poquito de sal, pero vale, eso queda para otra vez, ya iré perfeccionando el invento, que todo de una vez es mucho desgaste neuronal.
¡Click! Me chiva el horno. Lo abro y saco la obra...
A ver... estaba amarilla, sí, pero algo desvaída... y se había pegado ligeramente al plato pero con un tenedor la levanté sin esfuerzo (¿ves? Lo de ponerle aceite va a ser la solución a ese pequeño problema en veces sucesivas). Abrí un bollo de pan de un horno de leña que tenemos aquí, metí la tortilla (por el color no, pero la forma si que era de una tortilla) y sin dudarlo empecé a comer el bocadillo. Y juro que en mi vida había comido algo que evocara de tan sutil manera el sabor de una tortilla francesa, de manera que la bautizaré, en su honor, como tortilla afrancesada.
Y bueno, esta es mi gesta.
No me atreví a sacar foto porque la verdad, casi ni tiempo.
Para celebrarlo, pongo una imagen el atardecer de ayer en un pueblo al lado.
NOTA DE LA AUTORA: Teresa, no leas esta entrada, por favor.