La tarde declina entre un batir de alas y colores imposibles que amenazan tormenta. Aún así, los chopos no dejan de nevar, acumulándose las virutas blancas entre las esquinas de todas las cosas.
Sobre un montón pequeño de arena, un perro olisquea un trozo de plástico mientras en el cielo un avión va dejando una estela de efímero pespunte. Un poco más adelante, un par de amapolas traspasan el alma, sin dañarla, de una pared de piedra y decido fotografiar ambos instantes.
En una plazoleta, varios niños apuran las últimas horas de libertad antes de la cena y del posible chaparrón con aparato eléctrico.
Al lado, en una ventana, una mujer riega con mimo y copla sus geranios mientras en un balcón del otro extremo de la calle, ajeno al mundo, un anciano dormita una de sus últimas primaveras.
Dos chicas adolescentes cruzan riéndose a bocajarro porque en la otra acera, un guapo chico con granitos en la frente, deja escapar un silbido mientras sus ojos las persigue y sus pies tropiezan con un escalón.
Tras el amplio ventanal de un bar un hombre juega a hacer un solitario con una baraja sobre una mesa de tapete verde; el camarero departe en la barra con dos clientes mientras otro, un poco más apartado, ojea un periódico.
A punto de quebrarse, un haz de luz se cuela por entre el escaso espacio de dos tejados para acabar diluyéndose entre las sombras que proyectan, sobre la carretera, las fachadas.
Calle arriba un par de hombres hablan animadamente. Otro hombre más joven pasa a su lado, lleva un niño de la mano. Les dice adiós sin palabras, tan sólo con un movimiento de cabeza. Con idéntico ademán le devuelven el saludo. El niño va saltando sin soltarse. Tiene unos 4 añitos.
La bocina de un coche color granate rompe el lienzo de los últimos instantes de la tarde y una mujer muy joven apura su paso para acercarse, sonriendo, hasta él. Deben ser novios.
Otras tres mujeres, con gesto cansado, bajan por la cuesta. Vienen de su paseo vespertino por el monte. Lo sé porque las veo casi todos los días a esta misma hora regresar, enfundadas en sus chándales. Una de ellas trae un ramo de flores y de vez en cuando, inconscientemente, estoy segura, lo acerca a su nariz.
Y mientras todo esto va sucediendo, una orquesta de pájaros ofrece un recital polifónico que dará paso a la gran sinfonía nocturna de la luna.
Llego a la puerta de mi casa y tengo la necesidad de pintar con palabras esta acuarela.