Hablar
de padecimiento o dolor y muerte, de violencia y escarnio, de venganzas y malos
quereres es la base fundamental de la
Semana Santa; ya desde niños nos inoculan en vena unos chismes totalmente
surrealistas sobre una figura histórica, la de Jesús, cuyas cuitas aliñan con
surrealismo y miedo, un miedo terrible, desquiciado, diabólico, sobrecogedor… que hicieron eterno en cuanto se dio cuenta la empresa de
marketing, allá por el siglo IV, que captar clientela de esta manera garantizaba su
fidelidad. Como
todas las fiestas del cristianismo, su origen es pagano pero lejos de espantar
a los dogmáticos, los anima aunque su celebración absolutamente nada tenga que
ver con su raíz que, curiosamente, tiene cierto carácter erótico. La fecha,
desigual cada año, dependía de los
ciclos lunares y… etcétera, etcétera, etcétera.
Pero
a mí realmente “la muerte” que me interesa es la petite, esa de la que nadie
habla en público y menos desde un púlpito, lo que es una verdadera pena por que
siempre será mejor enseñar a morir cada día un poquito de placer que no
celebrar una muerte por crucifixión y sus escabrosos pormenores, muy dignos de
una película de miedo con efectos especiales en 3D.
Siempre será mejor –insisto- hablar de cómo buscar el lado placentero de la vida, que no amargar para siempre a los fieles con arengas sobredimensionadas para tenerlos atemorizados hasta el mismo instante de su último aliento, sin llegar a desvelarle jamás que los cuerpos en los que habitan acabarán convirtiéndose, inevitablemente, en moléculas.
Siempre será mejor –insisto- hablar de cómo buscar el lado placentero de la vida, que no amargar para siempre a los fieles con arengas sobredimensionadas para tenerlos atemorizados hasta el mismo instante de su último aliento, sin llegar a desvelarle jamás que los cuerpos en los que habitan acabarán convirtiéndose, inevitablemente, en moléculas.
(La
petite mort, me encanta repetirlo, es un pequeño desmayito post-orgásmico)