martes, 2 de abril de 2013

La petite mort


Hablar de padecimiento o dolor y muerte, de violencia y escarnio, de venganzas y malos quereres  es la base fundamental de la Semana Santa; ya desde niños nos inoculan en vena unos chismes totalmente surrealistas sobre una figura histórica, la de Jesús, cuyas cuitas aliñan con surrealismo y miedo, un miedo terrible, desquiciado, diabólico, sobrecogedor…  que hicieron  eterno en cuanto se dio cuenta la empresa de marketing, allá por el siglo IV, que captar clientela de esta manera garantizaba su fidelidad. Como todas las fiestas del cristianismo, su origen es pagano pero lejos de espantar a los dogmáticos, los anima aunque su celebración absolutamente nada tenga que ver con su raíz que, curiosamente, tiene cierto carácter erótico. La fecha, desigual cada año,  dependía de los ciclos lunares y… etcétera, etcétera, etcétera.

Pero a mí realmente “la muerte” que me interesa es la petite, esa de la que nadie habla en público y menos desde un púlpito, lo que es una verdadera pena por que siempre será mejor enseñar a morir cada día un poquito de placer que no celebrar una muerte por crucifixión y sus  escabrosos pormenores, muy dignos de una película de miedo con efectos especiales en 3D.

Siempre será mejor –insisto- hablar de cómo buscar el lado placentero de la vida, que no amargar para siempre a los fieles con arengas sobredimensionadas para tenerlos atemorizados hasta el mismo instante de su último aliento, sin llegar a desvelarle jamás que los cuerpos en los que habitan acabarán convirtiéndose, inevitablemente, en moléculas.
(La petite mort, me encanta repetirlo, es un pequeño desmayito post-orgásmico)

viernes, 15 de marzo de 2013

Todas las veces, todos los vuelos.



Me veo anexionada a un territorio que me es ajeno pero me resigno y planto aquí mis árboles y construyo aquí mi casa (poniendo cuelgafáciles en vez de alcayatas en las paredes para evitar agresiones difíciles de rellenar con plaste encubridor en caso de cambiar la decoración).
No hablo de mi pueblo, ni tan siquiera de mi alma.
Sé que resignarse no es recomendable pero es que quizá no sea resignación sino aceptación a lo que me refiero. A veces una confunde términos; o más que confundirlos, los fusiono para que los resultados no sean inocuos y puedan tener consecuencias que, en caso de no ser las deseadas, por lo menos sean reversibles. No digo que funcione siempre, pero cuando funciona se abren más posibilidades.
No, no, no, no me da igual todo, qué va, es que he aprendido a disfrutar de las cosas en la medida que necesito disfrutar de ellas sin que una satisfacción estándar me tenga que poner la carne de gallina por que sí; prefiero ser yo quien decida qué me hace sentir bien y, del 1 al 10, con qué densidad celebrarlo íntimamente. Es verdad que a veces me olvido de este aprendizaje –para ser sincera, me olvido casi siempre, bueno, me olvido siempre-  y me emociono más de la cuenta viendo, por poner un ejemplo tonto, volar una cigüeña y me quedo como lela mirándola planear bajo las nubes; y si eso sucede y tengo a mano una cámara de fotos, la felicidad alcanza cuotas orgásmicas. Si no tengo cámara a mano maldigo mi falta de previsión pero a los treintaidós segundos me olvido del contratiempo y me reconcilio con el momento porque realmente tampoco necesito inmortalizar todas las veces todos los vuelos.