jueves, 11 de octubre de 2007

Medio kilo de sardinas en Lisboa


Un día, hace unos cuantos otoños, un mendigo vocacional llegó a mi pueblo y se quedó durante un tiempo a vivir aquí. Alguien le dejó un coche viejo –un 2 caballos- para poder dormir resguardado del frío y de la lluvia de esta tierra mía que no perdona las heladas; el resto de las horas las pasaba de acá para allá. Ayudaba a barrer la plaza o a recoger las terrazas de los bares.
Era andaluz. Un andaluz encantador, educado y culto. Barba de muchos años, espesa y gris, y una mirada brillante.
Supongo que en su día decidió renunciar a todo y echarse a la calle. No admitía más limosna que lo que fuera a consumir, bien en comida, bien en dinero, porque el pan que le sobraba consideraba que era una inmoralidad tirarlo, y con los duros de más solía emborracharse y era perfectamente consciente de que perdía las formas. De hecho, a veces, las perdía.
Era un tipo entrañable. Se llamaba Bernabé. A mi me gustaban sus maneras, y presumo que al resto del pueblo también le gustaba, pero no puedo afirmarlo porque la estructura colectiva de la gente no es homogénea y vaya usted a saber cuantas suspicacias puede despertar una persona libre en un entorno variopinto, acostumbrados como estamos a prejuzgar por el aspecto exterior más que por el interior. Y no es que esté intentando criticar la vida cotidiana de un pueblo, qué va, qué va; lo que intento hacer, con mejor o peor fortuna, es un retrato robot de una comunidad rural que tantos puntos en común tiene con las comunidades capitalinas o, mejor dicho, urbanas. Pero tampoco voy a meterme en berenjenales porque seguramente exagere o me quede corta. La precisión no es precisamente mi fuerte.
Tengo alguna anécdota de Bernabé que, contada así, evidentemente carece del efecto visual que me causó. Hay mucha gente que dice más con sus ademanes o con su mirada, que las palabras ajenas por mucho que una se quiera acercar a los hechos.


Una mañana alguien le peguntó que cuánto hacía que no se afeitaba. Él, distraídamente, miro hacia otra persona que pasaba por allí e inmediatamente le soltó:
-¿Cuánto vale el medio kilo de sardinas en Lisboa?
-Pues… no tengo ni idea -contestó perplejo el tercer hombre-
Y añade Bernabé, ya mirando a la primera persona:
-Lo mismo me pasa mi... que no tengo ni idea de los años que hace que no me afeito.


O aquella otra vez en la que me contaba, no sin emoción, que un día estaba viendo un partido de fútbol en un bar, y que en un momento determinado, el cámara apuntó directamente al cielo; era una noche de luna llena y durante varios segundos en la pantalla la única imagen que quedó fija era precisamente esa, la de una luna llena exuberante. Entonces él, desde la ventana que daba a la calle, miró hacía arriba y allí mismo estaba la luna, que era la misma que la de la televisión. Me dijo que estaba, si mal no recuerdo, en Valencia, y el partido se retransmitía en directo desde otro país europeo.
Entonces yo me lo imaginé mirando hacia el cielo y hacia la tele casi simultáneamente, disfrutando del doble placer de una misma luna. Y me lo imaginé así porque así, emocionado, me lo trasmitió.
No sé, quizá esté idealizando a este hombre, quizá esté pasando por el cedazo de mi memoria instantes de hace ya muchos otoños. Ya sabemos la destreza que tiene la mente a la hora de cribar recuerdos. Pero no, no, Arroba y Queta también lo conocieron y más de una vez hemos hablado de él.
Años antes de Bernabé, en mi pueblo tuvimos otro mendigo forastero no menos pintoresco, Pepechurra lo llamábamos. Sólo que por aquellos entonces ser mendigo era sinónimo casi de bufón y acababa siendo siempre el blanco de todas las burlas.
De Pepechurra se contaban historias infinitas. A eso ahora se le llama leyendas urbanas, pero me resulta a mí el término muy recargado, casi como cursi.
Se decía que Pepe era de una familia multimillonaria y que se había marchado de casa porque… La verdad es que ahora mismo eso trozo de la historia no lo recuerdo. Lo que está perfectamente archivado en mi memoria es la parte en la que decían que de vez en cuando se veía a un señorón en un Rolls-Royce detrás de él. Hablo de hace unos… treinta y muchos años.


Estamos a mediados de octubre. El mes más bello del calendario. La foto que pongo, que está sacada esta misma tarde, fue quien me inspiró esta entrada.

viernes, 5 de octubre de 2007

Sin dios

Domus Municipalis- Bragança, Portugal


No tengo más patria que la bóveda de mi cuerpo,
y aún así mi corazón, en ocasiones, ni siquiera me pertenece.
La tierra que pisan mis pies mil veces antes fue pisada.
Porque... ni es mía, ni era suya, ni será nunca de nadie.
No existen en mi vida banderas que escondan injusticias
ni tronos que perpetúen una estirpe inventada.
No hay un dios que cautive mi espíritu
ni existirá jamás en mi camino un recodo en el que apostarme,
palabra en mano,
para privar de libertad, o de vida, a un semejante;
ni en el nombre de ese dios
ni en el nombre de ningún inflamado patriota
enardecido por el ansia de poseer el Universo.
Porque el Universo, mi universo,
va desde mi mente hasta la suela de mis zapatos,
incluyendo mi sexo y mís poemas.
Y por eso yo decido
que no quiero más patria que mi cuerpo y mis sentidos.

lunes, 1 de octubre de 2007

Las orquídeas de Isabel (II)

Pongo aquí las orquídeas, porque merece la pena verlas en grande.
Toditas para tí, poeta.










Las orquídeas de Isabel



¡Qué delicadeza!

Esto es un experimento. No sé si se verá bien porque son fotografías que he dado formato de vídeo (o como quiera que se explique) y no sé yo...
Si alguien me confirma que se ve y, además, que se ve bien, me podré contenta.
Dicen que hay unas ventisiete mil especies de orquídeas. ¡Ahí es nada!
Y también dicen que sus flores son hermafroditas y que su nombre deriva del griego orkhis (testículo) por la forma de sus pseudobulbos.
Dicen también que Confucio fue gran amante de esa flor; consideraba que "la vinculación con un ser superior era como entrar en un mar de orquídeas".
Qué historia más bonita para escribir un cuento...