sábado, 27 de diciembre de 2008

2009



Fíjate Calendario, ya es 27 de diciembre y yo con estos pelos, con estas ojeras y con los cacharros de todo el año sin fregar. Menos mal que de vez en cuando voy rompiendo algún que otro plato…
En unos días tendremos en el rellano al 2009. Y en la cocina te tendremos a ti, Calendario, en un lugar cómodo pero discreto, posiblemente escondido detrás de la puerta. Reconoce, hijo, que eres algo antiestético como elemento decorativo. Y encima anunciando a un almacén de grúas elevadoras que ni nos va ni nos viene.
Antes -recuerdo las preferencias de mi abuela- estaba doce meses dando la torrija en la cocina un sagrado corazón llorando como un descosido. Qué repelús me han dado siempre los santos y sus vísceras. Un añito entero y verdadero un corazón chorreando sangre azulejos abajo mientras los ojos miraban al fluorescente. Y al año siguiente, una inmaculada concepción encabritada en una nube mirando hacia el mismo sitio. Y así hasta completar el santoral durante los noventa y tantos años que vivió la abuela.
Qué tendrán los fluorescentes que no tengan las bombillas, ¿verdad?
En fin, Calendario, en mi cocina te espero. Y no te me pongas tonto porque sinceramente no me haces falta. Que sepas que no te pongo por necesidad, sino por tradición familiar.


En el 2009 os deseo a tod@s lo mejor del mundo, pero en su justa medida porque los excesos nunca fueron buenos.
Un abrazo.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Jazz

Cala con música de saxo triste de fondo


Una vez alguien dejó de quererme por que no sabía bailar. Nunca en mi vida había llorado tanto. No lloraba por no saber bailar, sino porque dejó de quererme.
Y cuando aprendí, ya no quiso bailar conmigo.
Que nadie me diga que “si por no saber bailar dejó de quererte, es que nunca te había querido”. Que nadie me lo diga.
Hay cosas que una prefiere no escuchar.

(Y por ese motivo, compuse esta canción. Sin música)

Todos los días de mi vida

Hubiera bailado contigo hasta el amanecer
haciendo desaparecer los tabiques y los muebles,
para que todo, todo, todo el universo fuera salón;
un inmenso salón para bailar contigo
durante todos los amaneceres de nuestra vida.
Y cuando nos dolieran los pies
nos quitaríamos los zapatos,
nos sentaríamos en el suelo
y desayunaríamos café.
Y después, en una esquina, pondríamos una cama.
Sólo una inmensa cama existiría en el salón
para volvernos a encontrar a través de nuestros cuerpos.
Hubiera bailado contigo hasta el amanecer
todos, todos, todos los días de mi vida
pero tenías tanta prisa que no quisiste esperar.

martes, 2 de diciembre de 2008

Convalecencia

Foto: Feria del Libro Antiguo. Zamora 2007


Hace días que no abría el procesador de textos y ya estaba echando de menos el tintineo de este tranvía de letras sueltas, llamado teclado, surcando los infinitos horizontes de un documento en blanco. Lo más parecido que he escuchado durante esta ausencia cosida sobre mí piel, fue el tintín de unas gotas de lluvia rezagadas pingando desde el alero. Y entonces me imaginaba que eran sílabas empapadas de ganas de alcanzar significado y por eso, al llegar al suelo, formaban palabras. Palabras que conformaban renglones sobre una acera cuadriculada como las hojas de un cuaderno. Cuaderno que iba llenándose de frases. Frases que por su empeño natural de aliarse con otras frases, acababan formando un párrafo. Párrafo que se iba ensamblando a otro, y a otro, y a otro más, hasta completar un libro y entonces todo el suelo se convertía en un gran tomo lleno de historias narradas por la lluvia; muchas historias y un poema. Poema que me hubiera gustado transcribir al papel tal y como me brotó, pero no logré retenerlo en la memoria y los versos se me acabaron escapando por entre los hilos de la sutura.
Los mejores poemas, estoy segura, se escriben con los ojos cerrados y no se publican jamás.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sinestesia

Hojas que sueñan. Otoño 2008

Esta tarde escuché el silencio. Fue después de quedarme traspuesta durante unos instantes imprecisos sobre mi cama. No era duermevela. Era otro estadio anterior muy difícil de conseguir, una especie de traslación del tiempo en un mismo espacio. O algo así.
Y mientras me mantenía ese estado, me vinieron a la mente imágenes abstractas. Posiblemente de pecados que cometí pero que no necesitan absolución porque ningún dios puede –ni debe- castigar actos que fortalezcan el alma del individuo pecador.
Juro que no estaba bebida ni había fumado nada extraño. Ni tampoco estaba poseía por actividad libidinosa alguna.
A tamaña tontería o cursilada en do mayor suena lo de “escuchar el silencio”, ¿verdad? Pero me gusta. Me gusta esa sensación porque es cierto que el silencio está plagado de sones. A esa figura retórica se le llama sinestesia, que es, según la RAE:
Tropo que consiste en unir dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes dominios sensoriales.
Anda que cómo se nota que llevo semanas en un taller de creación literaria. De la raíz a la hoja, se llama. Confieso que es estupendo. Nunca sospeché que me prestara voluntariamente a las críticas de los moderadores y del resto de los talleristas. “Quita una coma aquí, elimina las dieciocho metáforas que metes en los primeros tres renglones, coordina los tiempos verbales, tu texto no me sugiere nada, dale más sonoridad a la última estrofa, a ver si logras tener más capacidad de síntesis, valora cambiar un tal por un cual…” Servidora, de natural chula, ha aceptado humildemente casi todas las sugerencias. Y bueno, ahora mismo creo que un taller de creación literaria es a los escribidores, como la Meca a los mahometanos: al menos una vez en la vida deberíase acudir.


Posdata:
A punto de meter esta entrada, recordé que Simon & Garfunkel tienen un precioso tema titulado “El sonido del silencio”. Si no fuera porque lo compusieron ellos primero, podría asegurar bajo juramento que me habían pisado el sueño. Pero no, seguramente soy yo la plagiadora.

lunes, 13 de octubre de 2008

a, b, c y ch


a) Me he quedado como tonta mirando, y después jugueteando con unas gotas de agua que he derramado, sin querer, sobre la mesa del ordenador. Primero separé con el dedo índice el regato y después dibujé no sé bien qué cosas; no tenían forma pero sí contenido, estoy segura, porque sonreí imaginándome islas perdidas en medio del océano.
Y... (de esto que no se entere nadie) acabé hablando con las gotas de mis asuntos.
Por unos instantes me sentí agua.
Incolora, inodora e insípida.
Si sustituyo lo de insípida (que también) por estúpida puedo aplicarlo perfectamente a la sombra que proyecta a veces mi cuerpo sobre el suelo, o a esa imagen cuasi idéntica a la mía que se refleja en el espejo del cuarto de baño por las mañanas y en la que en tantas ocasiones ni me reconozco.
Me gusta el agua, verla y beberla. Pero también me gustan el aire, el fuego, la tierra. Sin embargo no me seduce la idea de ser más afín con un símbolo que con otro, como dicen esos que dicen que saben según tu año de nacimiento, que tu cuerpo o tu ser o lo que sea, está guiado, representado, influido o yo qué sé, por esos elementos. Me gustan los cuatro, pero cada uno en su tiempo, en su medida, en su dimensión.


b) Soy inestable como una hoja al viento. Pero es que a veces me gusta perderme entre las entrañas de mis cosas y nadeo de acá para allá sin querer ir a ningún lado, sin buscar nada a cambio, ni tan siquiera la satisfacción de concluir un proyecto, mas no sé bien si es porque no quiero o porque no puedo.
Será por eso por lo que tengo parcialmente abandonado este Cuaderno y los de otros blogueros. Soy un desastre. “Perdóname para que dios me perdone”, le decía el verdugo al condenado a muerte instantes antes de ejecutarlo. Que no es que venga a cuento la frase pero es que no tengo otro lamento más a mano.


c) Qué egocéntrica soy. Releo lo escrito y el “yo” en cada párrafo, hable de lo que hable, adquiere dimensiones espectaculares.


ch) Debería ir a un psiquiatra.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Botas de montaña

Acuarela: Una manzana verde


Hay quien dice que no se arrepiente de nada en su vida. Qué suerte, porque yo me arrepiento de tantas cosas qué he hecho y sobre todo, me arrepiento de tantas otras que debí hacer y no hice.
Si hay dos caminos, uno a un lado y otro al otro, la inmensa mayoría de las veces he tomado el de el medio, ese que está perfectamente asfaltado, sin darme cuenta que el alquitrán va desgastando la suela del calzado y va quemando, poco a poco, el alma; porque resulta que el alquitrán es inflamable.
Una vez me dijeron “tomes la decisión que tomes, siempre te vas a equivocar”. En ese momento no se me ocurrió desgranar el sentido de la frase, supongo que porque formaba parte de una conversación posiblemente intrascendente, pero al cabo de unos minutos, sacándola de contexto, sospeché que la oración era errónea o por lo menos errónea en la medida que yo la interpreté. Ahora, muchos años después, estoy convencida que, efectivamente, estaba totalmente errada la sentencia.
Hay decisiones que se toman -eligiendo el camino de tierra batida- y cambian íntimamente el sentido de la vida; pero el polvo se sacude y las botas siguen estando impecables.
Y hay otras decisiones cuya orografía es ora pedregosa, ora árida. Sin embargo, dicen que una vez alcanzado el otro extremo aparece un frondoso valle.
Es decir, hay decisiones que no van más allá de uno mismo y que no perjudican ni benefician a terceros. Y hay otras que posiblemente cueste mucho trabajo tomarlas, tanto como piedras te encuentres en el camino, pero que sería tan conveniente como necesario consumar, aunque para ello tengas que asumir o, mejor dicho, renunciar a ciertos tramos perfectamente asfaltados en tú vida.
¿Y porque pienso yo ahora mismo en estas cosas? No tengo ni idea. Debe ser porque buscando en el armario de la galería betún de judea para teñir un maletín de madera que compré esta tarde en Bragança, me topé con unas botas de montaña que hace años que no pongo.

*Arroba, te he copiado lo de la cajita para meter las acuarelas y los pinceles. Soy una copiona. Que los dioses sepan perdonarme. Y si no saben, que le den por saco.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Del verbo obsesionar

Foto sacada en Castillo de Alba, Zamora

Este poema lo acabo de encontrar entre mis cosas extraviadas. Lo bueno de extraviar algo es que, aunque sea a destiempo, acabas encontrándolo.


Todos los hombres y mujeres que he amado están en ti
y no puedo parar, amor, de socavarte,
de indagar los secretos de tu piel,
de sumergirme en el mar de tus pecados
y pecar contigo amor,
y sentirme al otro lado de tus labios
y caminar sobre el murmullo de tus besos


Lo escribí una vez y no olvidé jamás. Hay cosas que no se deben olvidar, porque si se olvidan, dejarían de existir para siempre. Y no quiero. Está inacabado, pero me gusta así. Tal vez lo concluya algún día., pero eso ahora mismo no lo sé. Empieza septiembre y el otoño está al caer. Quiero ir al mar, tengo necesidad, pero no sé bien cuando será. Y también quiero una casita en la playa. Lejos de todo y a la vez cerca de… ¿De? Si no lo acabo siempre existirá en mí la posibilidad de seguirlo eternamente. Un poema eterno. ¿Eterno? ¿Es que existen cosas eternas? Cuando pones punto y final a un poema será, digo yo, que el asunto está, para bien o para mal, zanjado. Y si no se acaba jamás… ¿Qué pasará cuándo no se acaba jamás un poema? Las cosas que se olvidan no han sucedido nunca. Un otoño en mi casita de la playa, ¡Oh! La primera vez que vi el mar fue a los nueve años, y esa imagen existirá para siempre presidiendo mis recuerdos. Te echo de menos, Male. Y otra vez, era otoño también, el mar fue testigo del más hermoso de los poemas; tienen que existir aún huellas en la arena. Hace calor y yo detesto el calor. Siempre que tengo ocasión lo digo, como si al decirlo me refrescara con la frase. Una casita en la playa… Mejor no lo acabo. No, no lo acabaré. Cuando jugamos con Diego a las palabras encadenadas, no hay ninguna que empiece por “cio”, da una rabia. No lo acabaré. Las obsesiones no son buenas. Gloria está harta de decírmelo. Dan un tinte real a las cosas que obstruyen la mente y, mire usted, luego la caída es más dura y encima la mercromina ya no es roja. Antes una heridita a flor de piel se distinguía en su gravedad por el exceso o la discreción del antiséptico colorao. Ahora es transparente y nadie se entera, y además se llama cristalmina, que suena a nombre de princesita cursi de cuento. Ah, bueno, o el betadine, pero qué feo es de color. Llevaba varios meses sin ordenador y al final, que si sí que si no, hubo que cambiarle el disco duro porque daba no sé que tipo de error. Pablo lo sabe. ¿Y si a mi me cambiaran el disco duro? Calla, Pilar, calla, que te veo venir. Anoche soñé que suspendía un examen y en el sueño mi cara era de total frustración. Ahora que no tengo que examinarme de nada, voy y sueño con exámenes. Seré pava. Lo interpreté en el acto y supe qué tenía guardado en mi inconsciente pero ya debí olvidarlo porque no recuerdo en absoluto la conclusión. He pintado un cuadro. Fue ayer por la tarde. Es un árbol en una pradera verde, pero verde verde y salpicada de flores. A la derecha hay un matorral que parece una roca, y el cielo es azul tormenta porque no supe mezclarlo bien con acuarela blanca. En el árbol hay una sola manzana roja; roja roja como la mercromina y la obra se titula “una manzana verde”. La genialidad es de Carmen. Hay tres pájaros también. Volando, claro. Qué chulitas son las cigüeñas y encima medio ambiente les pone miradores, que no digo que esté ni bien ni mal, sólo que qué chulitas son, en esta foto se ve bien lo que digo. La saqué viniendo el otro día con Amparo de un sitio en el que había un embalse y ni una sola sombra. Una casa en el mar...
No pondré jamás un punto y final en el poema, lo acabo de decidir por unanimidad conmigo misma.

sábado, 12 de julio de 2008

En el metro de París

Foto: Estación de metro Invalides. París


En el metro de París las personas siempre van callando, con prisa, sus cuitas. No miran de lado, sólo de frente. No sé que pensarán, desde luego en su vecino inmediato de asiento o barra vertical, no. Supongo que en los metros de las ciudades grandes siempre es así; por fortuna no lo sé porque no soy usuaria de ese vehículo. En mi pueblo sólo hay calles y callejas y en el subsuelo habrá lo que haya pero túneles con raíles y vagones abarrotados de gente, no. Hay campo -de eso estoy bien segura- mucho campo, tanto que si miras al infinito sólo ves cielo y monte. Podría explicarlo mejor, pero no estoy inspirada.
En el metro de París el entramado subterráneo da miedo, tantas rayas y estaciones en el plano, tanta gente siempre deprisa con el bono aún en la mano porque no da ni tiempo a guardarlo.
Impresionan los angostos túneles azulejados, y adornados con papelones de cosas para comprar o de películas de inminente estreno. Quizás lo único estático que hay en las estaciones sea eso, los anuncios enmarcados sobre las paredes cóncavas. Porque el resto de lo que pulula allí abajo se mueve a una velocidad vertiginosa. Incluso quien llega dos minutos y pico antes de que pase el tren siguiente (pasa cada tres), mira el reloj constantemente e inmediatamente dirige con ansiedad la mirada al oscuro túnel que antecede al metro que está a punto de llegar. Y cuando llega, todos en tropel suben en los distintos compartimentos. Siempre hay gente que viene de la estación anterior cómodamente sentada, pero que, inevitablemente, se bajan en la siguiente y casi ni da tiempo a escrutar sus caras de hastío e inventarle una biografía que los libere del peso de todo el asfalto de la ciudad sobre sus cabezas.
Sólo toman asiento por breve espacio de tiempo los turistas de pueblo que visitan la ciudad. No es que se note la procedencia rural, pero sí la calma que emana de sus caras.
Un racimo humano de razas a cada 3 minutos se da cita en los sótanos de París. Sobre todo negros, orientales y sudamericanos y después árabes e hindúes, y por último europeos de distintas nacionalidades. Lo sé porque a veces, si van en un grupo dos o más personas, si intercambian alguna palabra, por el sonido me atrevo a diagnosticar su lugar de procedencia. Una de idiomas no sabe, pero sí de sonoridades fonéticas.
Frente a mi, dos chinos o japoneses (aquí patino…) ni se inmutaron cuando una compatriota suya (por lo menos de ojos), quedó atrapada durante larguísimos segundos entre las puertas automáticas del vagón mientras intentaba entrar a toda prisa para bajar justo en la siguiente estación.
Un chicarrón negro se sentó al lado de otro no menos fornido hombretón también negro y ni se miraron. Y fíjate, yo juraría que eran del mismo sitio porque los rasgos eran idénticos. Decir que fueran parientes me parece exagerado, pero juro que lo pensé.
Una pareja sudamericana cargada de niños y de bolsas, a duras penas encontraban sosiego en el habitáculo rectangular; de pie en el pasillo mientras sujetaban las bolsas se le escapaban los niños, y miemntras sujetaban los niños se le escapaban las bolsas. Al final el mayor de los cuatro cobró mientras de una bolsa se escapó un paquete de cacao en polvo y un par de bagetes.
Un hombre con barba de muchos días bostezaba al mismo tiempo que limpiaba las gafas con un pañuelo de papel. Después de frotó los ojos y siguió dormitando tras los cristales limpios.
Uy, si yo viviera en París, usaría siempre bicicleta.

Foto: Mujer descansando en un parque. París

domingo, 30 de marzo de 2008

Hojalata

Foto: Semana Santa 2008 - Zamora
Una frase vacía de contenido suena como suena la hojalata. Es decir, si a una persona tú le dices por decir: “qué bien te sienta ese tinte pelirrojo”, el eco de la voz chocaría contra la pared de nuestra sinceridad emitiendo este tintineo:
QueeBienTeSienntaEsseeTitintinnnteePelirrrroJouuu
Así, leído, no sale muy favorecido el ejemplo, pero dicho a media voz rugiría cual onomatopeya de la lámina estañada que titula esta entrada. Y es que a veces las palabras que decimos significan lo contrario de lo que pensamos. ¿Por qué? Pues no sé, pero semejante comportamiento no deja de ser parte activa en la mente del ser humano. Aunque a veces lo disimulamos tan bien que quien recibe el pseudocumplido hasta se lo cree. Hombre, también es cierto que casi siempre preferimos creer aquello que nos dicen relacionado con nuestra fachada, porque… anda que no nos mosqueamos ni nada cuando nos llaman fe@s o gord@s, aunque lo seamos y lo estemos.
Quien sabe si ponernos guapos nos da cierto grado de felicidad, y ese estado de embriaguez logre que compartamos con el resto de los congéneres el subjetivo arte de la belleza. O, por el contrario, y precisamente por no
estar a gusto dentro de nuestro envase de piel, necesitemos el reconocimiento exterior que, a modo de aditivo, sustituya la autoestima que no somos capaces de generar en nuestra mente.
Lo que está claro es que la moda, en cualquiera de sus
acepciones, nos hace ser cofrades de las tendencias de temporada.
Vaya por delante que ante todo y sobre todo, las personas son libres de ir
aliñadas como quieran, ¡libéreme dios de criticar a l@s de la pasarela Cibeles y gregarios!
Y ya que cito a cofrades y gregarios, permítaseme mostrar sendas fotos tomadas en las procesiones de la semana santa de Zamora. Y es que en ese caso desde luego que no hay discusión a la hora de elegir modelo.

Foto: Semana Santa 2007 - Zamora

lunes, 7 de enero de 2008

Bostezos




A veces he soñado cosas que de haberse cumplido, estoy segura que hubieran perdido su encanto. Bien cierto es que tampoco hace falta que se cumplan todas, o que se cumplan del todo, para que la ilusión por ellas permanezca intacta. No viene a cuento enumerarlas, entre otros motivos porque aún no existen vocablos que puedan definir un sueño cuando éste forma parte indisoluble del alma de quien lo sueña. Me refiero a ese tipo de deseos que son el hipocentro de la nostalgia y que son tan íntimos, tanto, que nadie más que uno mismo sabe de ellos y los resguarda de la lluvia ajena, poniéndolos a buen cuidado, bajo el tejadillo de la discreción más absoluta.
Y luego existen otro tipo de sueños que, bien sé, nunca jamás van a materializarse porque son, más que sueños, utopías. Éstos, en cambio, sí son contables aún a riesgo de levantar más de una risotada disfrazada de sonrisa (pero qué más me da, si una de mis aficiones favoritas es la de ser payasa), porque es que sueño con volver a descubrir el Amazonas navegando en mi velero, escudriñando, palmo a palmo, las orillas y las tribus. Y también sueño con sobrevolar en mi aeroplano la cima de las nubes y ver, sin pasaportes y sin lindes, los mares y las islas extraviadas.
Y es que en estos casos, lo que se sueña, siempre acaba convirtiéndose en bostezo.