sábado, 29 de septiembre de 2007

Tengo caspa


Gato en el tejado. Alcañices (Zamora)
Sé que cuando sea una ancianita encantadora de pelo totalmente gris y arrugas en las entrañas, me arrepentiré del todo el tiempo que he perdido entre toma y toma de decisiones que, al final, de cada diez, sólo media salió adelante.
Recuerdo que mi primer deseo (no carnal) fue ser periodista, luego bióloga, más tarde arquitecta, pero antes de
todo eso, poeta y escritora. Escritora de grandes novelas cuyos argumentos guardo bajo palio en mi mente a la espera de ser desarrollados dentro de unas tapas duras, y con letra bastante legible (no soporto las ediciones de bolsillo).
Me da igual lo que me diga a mi misma, o lo que me digan los demás, porque soy de piñón fijo y tengo la cabeza cuadrada (adornada, eso sí, con una abundante cabellera que tapa una dermatitis seborreica que no tendría inconveniente en vendérsela a precio de saldo al primer ignorante que se interesara por ella).
Digo esto porque esta tarde me he dado cuenta que ya estamos a finales de octubre y hace nada estaba a punto de comenzar agosto. Los meses a veces se me pasan de dos en dos. Hasta el calendario se mofa de mí. Pero más tonta soy yo que lo dejo; desde luego que no soy del gremio de los hiperactivos ni falta que me hace, pero es de justicia reconocer que, aunque sea lo más fácil, es incomodo.
Lo malo es si -con todos estos antecedentes- me convierto en vez de en una anciana encantadora, en una vieja cascarrabias, renegrida por los malos humores, que añora más que nada una vida que le correspondió y sin embargo dejó escapar entre las grietas de un falso conformismo (léase
incapacidad para hacer otra cosa que no sea nada).
Menos mal que la fotografía me asiste en estos escasos momentos de crisis existencialistas.
Y a todo esto, permítaseme un par de preguntitas sin mala intención:
-¿Os gustan las ediciones de bolsillo?
-¿Qué champú usáis?
Cambiando de conversación... llevo dos semanas diciéndome:
-A ver, bonita, cuando te animas
a poner reseñitas en tus blogs* de culto, que eso a ti te gusta más que a un alcalde las comisiones.
(* ¿Leí en algún sitio que la R.A.E. admitió ya la palabra blog, o me lo he inventado?)
Foto para Moony. Campanario de Cional (Zamora)

lunes, 17 de septiembre de 2007

Casi mil días



"Lo siento pero… hemos acabado. No insistas, es mi última palabra, la decisión está tomada. No tengo nada más que añadir. Adiós, Lola”.
Con estas palabras, Juan ponía punto y final a una relación de casi tres años que jamás había empezado.
El espejo fue su único testigo; despiadado y mudo confidente que le devolvía, detrás cada palabra, el mismo rictus triste con que era pronunciada. Le faltaba convicción, es cierto, pero era necesario poner límites a tan cruel zozobra.
Juan estaba locamente enamorado de Lola. La quería con desbordada pasión, la amaba. La amaba pensando en ella mientras se acurrucaba en su sillón. La amaba en las noches a solas de su cuarto dibujándola con sus dedos. La amaba siempre. La amaba en su coche, en el cine, paseando por el parque. La amaba cuando, allá en los recesos de las 12, iban a la cafetería, pero tan sólo una vez se atrevió a rozarle levemente su mano mientras le acercaba una taza de café. La amaba, sobre todas las cosas, al atardecer de los días.
Los fines de semana no tenían sentido porque no podía verla,
sentada en la silla, mientras atendía el teléfono o pasaba algún informe al ordenador.
Estuvo casi tres años deseándola, pero Lola …no lo sabía.
Ella era guapa y dicharachera. Él era
tímido… Ella era la mujer de su vida. Él era tan tímido…
Lola nunca supo que para Juan fue una diosa durante esos casi tres años que trabajaron juntos y que, a pesar de la decisión de abandonarla, seguiría siendo, en el más estricto de los silencios, la musa de sus poemas, el desvelo de sus noches, el único afán de sus sentimientos, el sentido de su ramplona existencia.
Lola nunca sabrá que la dejó porque nunca supo que la tuvo.
Juan, esa misma tarde, se fue a trabajar a otra ciudad y Lola, al día siguiente, empezó a echarlo de menos. Era –pensaba- tan encantadoramente tímido...

viernes, 7 de septiembre de 2007

Dulce erotismo

Foto: Estación de Medina del Campo (Valladolid)

Sucumbí, sin remedio, a la tentación.
No quería hacerlo; llevaba varias semanas negándome a esa posibilidad sin embargo… al final pudo más en mí la lujuria que el sentido común que debe imperar ante un acto que, a fuerza de ser inconveniente, debí haberlo contemplado como necesario para el correcto funcionamiento de mi salud y mi conciencia.
Llevaba varios días provocándome, y yo procuraba en todo momento no darme por aludida; evitaba cualquier contacto visual con él precisamente porque sabía que si volvíamos a mirarnos, intimaríamos y yo acabaría rindiéndome. La carne (¡mí carne!) es tan débil…
Puesto que desde hacía algunas lunas cohabitábamos en la misma casa, decidí que su lugar en ella fuera lo más lejos posible del mío. Alguna vez incluso pensé en desahuciarlo, pero no tuve valor suficiente. Al acercarme dónde se encontraba, me faltaba decisión para actuar con la naturalidad que se le supone a una mujer que hace algo más de diez años rebasó la treintena y, con disimulo, para que no se me notara mucho, cogía, por ejemplo (qué solmené tontería), una manzana a la que paseaba por mis manos en un torpe intento de emular a los acróbatas de circo mientras emitía unos silbiditos que eran nada más que aire (nunca aprendí a silbar en condiciones, me da una rabia).
Así estuve casi dos meses, evitando cualquier roce carnal. Pero es que… él... me provocaba cada vez que cruzábamos la mirada. La verdad es que de alguna manera yo sentía esa necesidad, una necesidad que extralimitaba los líndes de lo físico.
Al final, esta tarde no pude por menos y lo tomé entre mis manos, con ansiedad lo despojé de su envoltorio rojo y lo mordí con deleite. Dejé que entrara en mí su esencia y, lejos de resistirme, entregué mi cuerpo y mi alma al pernicioso y, sin embargo, placentero acto.
Cerré los ojos y una dulce sensación hipotecó mi mente.
Volví a abrirlos: casi sin enterarme había engullido, de una sentada, media tableta chocolate nestlé. A partir de ese instante, los engranajes de mi conciencia empezaron a chirriar en connivencia con el factor de mi organismo que rechaza el manjar y las orondas calorías que empezaban a tomar posesión de sus dominios dentro de la ya de por sí rolliza estructura abdominal que poseo.
Y ahora me siento como si estuviera en medio de la vía, tentando la suerte, aún a sabiendas que el tren no se detendrá y la única opción sensata hubiera sido ponerme a salvo en el andén, como aquella vez de la foto que ilustra esta confesión.
Me dijo la alergóloga que el chocolate me provocaba alergia pero aún así llevé una tableta de tan sutil manjar para casa, más que nada por… si subía algún niño. Pero es que resulta que ahora a los niños ya no les gusta el chocolate tanto como nos gustaba a los de mi generación. Y de verdad que hubiera sido una pena dejar que se pusiera rancio.
Qué los dioses sepan comprenderme.
Total que ahora me toca rezar esa oración que hace años pulula por Internet: “Señor, si no puedes hacer que adelgace, haz que engorden todas mis amigas. Amén”. Y bueno, para compensar, tendré que buscar otra jaculatoria que disculpe mi falta de sentido común ante la desobediencia de una prescripción facultativa.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Esperando al otoño con los poros abiertos...


Girasol (Alcañices)


Lago de Sanabria (Zamora)

Al otro lado de la catedral (Zamora)