Me
veo anexionada a un territorio que me es ajeno pero me resigno y planto aquí
mis árboles y construyo aquí mi casa (poniendo cuelgafáciles en vez de
alcayatas en las paredes para evitar agresiones difíciles de rellenar con
plaste encubridor en caso de cambiar la decoración).
No
hablo de mi pueblo, ni tan siquiera de mi alma.
Sé
que resignarse no es recomendable pero es que quizá no sea resignación sino
aceptación a lo que me refiero. A veces una confunde términos; o más que
confundirlos, los fusiono para que los resultados no sean inocuos y puedan
tener consecuencias que, en caso de no ser las deseadas, por lo menos sean
reversibles. No digo que funcione siempre, pero cuando funciona se abren más
posibilidades.
No,
no, no, no me da igual todo, qué va, es que he aprendido a disfrutar de las
cosas en la medida que necesito disfrutar de ellas sin que una satisfacción
estándar me tenga que poner la carne de gallina por que sí; prefiero ser yo
quien decida qué me hace sentir bien y, del 1 al 10, con qué densidad
celebrarlo íntimamente. Es verdad que a veces me olvido de este aprendizaje
–para ser sincera, me olvido casi siempre, bueno, me olvido siempre- y me emociono más de la cuenta viendo, por
poner un ejemplo tonto, volar una cigüeña y me quedo como lela mirándola
planear bajo las nubes; y si eso sucede y tengo a mano una cámara de fotos, la
felicidad alcanza cuotas orgásmicas. Si no tengo cámara a mano maldigo mi falta
de previsión pero a los treintaidós segundos me olvido del contratiempo y me reconcilio
con el momento porque realmente tampoco necesito inmortalizar todas las veces todos
los vuelos.