sábado, 30 de abril de 2011

Mi bici nueva

Me he comprado una bicicleta con vistas a tres calles que me sirve, también, para volar.
Hablo en serio.
Tiene 7 velocidades y eso ayuda a subir cuestas, naturalmente a base de pedal, pero con menos esfuerzo puesto que las pedaladas son más cortas y la característica esa que digo, la de volar, se materializa cuando justo cuando llego arriba (hablo de cuestecitas de nada, que una ya va mayor y…)  y empiezo el descenso. Eso es, empieza el descenso, el aire va pegado a la cara y paso a través de la vida como las aves, volando pero… sin prisa. Hablo del placer de volar, no de la necesidad de vivir a toda pastilla.
A veces, cuando pedaleo, pienso en posibles poemas que debo escribir, que tengo que escribir; mentalmente le voy dando forma pero se me olvidan cuando vuelvo a casa. Siempre me pasa igual y ya no me da rabia porque ahora sé que hay poemas que viven y poemas que matan. Los poemas que viven son los que no logro recordar pero que están ahí, aquí  quiero decir, dentro de mí; los poemas que matan siempre son ajenos y, al leerlos, el golpe es tan certero que me dejan un poco agonizante.
Pero no venía a hablar de poemas, sino de mi bicicleta nueva y brillante que da a tres calles y que, además, vuela.  Mi ruta preferida es una ribera preciosa, a tres kilómetros del punto de origen, de la que mi tío Miguel el Republicano -huido a la Argentina porque no quiso ir a la guerra- siempre conservó intacto su recuerdo y así se lo trasmitió a sus hijos. Su hija Male, que nunca ha estado en España, me habló con pasión de ese reducto para la soledad, encantador y verde, cuando nos conocimos.
Cómo me hubiera gustado pasear con él bajo la sombra de estos árboles, que es la misma sombra en la que debió gestar su necesidad de desertar para no empuñar jamás un arma.
Gracias, tío Miguel.

domingo, 17 de abril de 2011

La S.S.


Recuerdo la vez que un tropel de cofrades y adeptos me arrollaron arrastrándome hacia una calle estrecha del casco antiguo y no tuve más remedio que empezar a hiperventilar por temor a quedarme aplastada entre la imaginería y el fanatismo semanasantero. Casi me muero pero no sé si del susto o del disgusto. Es difícil de explicar la sensación por que en esos momentos no se piensa, sólo se desea, y yo deseaba salir volando por encima de las cabezas de los cofrades de cucuruchos morados y aterrizar en Australia o, sino, en la calle de al lado (que era donde realmente iba); pero no pudo ser hasta que la comitiva de dolidos y dolientes dejó libre la calzada.
Me sacudí la ropa, me limpié el sudor, me enjugué las lágrimas, me soné los mocos y eché a andar hacía la Rúa de los Notarios. Al llegar me di cuanta que no era ahí donde iba, sino a la de los Francos.