Las tardes de lluvia saben a yogur de piña y huelen a recuerdos.
Bueno, no siempre, otras veces no saben a nada, simplemente llueve y en ocasiones las alcantarillas no dan abasto a recoger todo el agua que cae y ésta de desperdiga o se empoza y es ahí dónde una se da cuenta de las imperfecciones municipales: el suelo no está a nivel y esto debe ser porque el ayuntamiento carece de ello. No es verdad que tenemos lo que nos merecemos, al menos mis hermanos, mis amig@s y yo nos merecemos algo más digno que un suelo (léase ayuntamiento) desnivelado. Pero mira, no voy a hablar de cosas políticas que se me revuelven las tripas, además a mí qué más me da si no le voy a volver a votar ni a maría santísima; seguirán robando y deshonrando la buena fe del votante, pero con mí voto ya no.
Decía que las tardes de lluvia huelen a recuerdos y saben a yogur; ese matiz dulce y ácido a la vez que otorga a mis labios una sonrisa entre triste y complaciente me alivia porque deja fluir, sin agobios, mis sentimientos. Ayer, por ejemplo, pensaba mientras llovía que quería abrazarte, pero no eran tus brazos los que tenía a mano. Sonreí porque podían haber sido, ¿te imaginas?, y con la misma sonrisa me resguardé bajo un paraguas con las varillas rotas por el viento que llevaba otra persona y acabamos riéndonos a carcajadas porque era tan absurdo como innecesario, llovía tanto y hacia tanto viento que llevar paraguas, y además roto, resultaba cómico.
Pero yo para entonces ya había decidido que prefería verte feliz.