domingo, 30 de diciembre de 2012

Receta de turrón de chocolate

 

Le dije a las niñas que haría turrón de chocolate. A última hora, casi apagando el ordenador para irme a la cama, busqué una receta y sonreí, no sé si con dulzura pero sonreí de lo fácil que era y de lo bien que me iba a quedar.

Me dormí deshaciendo en el microondas 125 gramos de chocolate negro, 150 gramos de chocolate con leche y 50 gramos de manteca de cerdo. Esperé cinco minutos.

Una vez deshecho, añadí a la mezcla arroz inflado (chococrispis, ya sabes) que repartí por todo el molde rectangular de silicona. Por último,  metí todo en la nevera para que se enfriara.

La cocina olía a chocolate, qué rico, qué rico, qué olor más rico.

Limpié la encimera, me lavé las manos y a las cinco y pico de la madrugada me desperté queriendo probar un poquito del turrón. Calcé al revés las zapatillas, tropecé en medio del pasillo no con nada sino con mis propios pies, ay,  si es que sé de sobra que es mejor hacer las cosas bien desde el principio.
Abrí el frigo y… no estaba, ¡allí no estaba lo que acababa de hacer!

“Pero si lo dejé aquí”, dije en alto y señalando la balda central. Sin embargo allí sólo había un taper con sopa, unos yogures, una bolsa empezada de queso emental, un medicamento que necesita frío; abajo, donde las verduras, unos puerros y unos tomates, en la puerta leche, huevos…

Llené un vaso de agua a la vez que repetía “pero si lo dejé aquí”.  Mientras bebía (siempre que me levanto de madrugada bebo agua) topé, toparon mis ojos con el reloj de la pared; fue el reloj quien me dio la primera pista del posible paradero del dichoso turrón: si eran las cinco y veinte de la madrugada y yo acababa de despertarme… lo del turrón… sin duda… lo había soñado.

Sonreí y me dije “mañana sin falta lo hago”. Volví a beber agua, apagué la luz y me fui a la cama. Debí dormirme enseguida.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Tres colores



Me llamas, a escondidas,
bajando la voz tras los respaldos del patio de butacas
y los sí bemol de las flautas cursilonas.
Me llamas para que vaya,
me quieres tender otra trampa y yo quizá acepte
por que sólo pierdo el tiempo, la ilusión ya no.
Desde la misma tarde que quedamos en tablas y el rey se fue a paseo con un caballo cojo,
los peones, dentro de las dos torres,
guarecieron a quienes incluso no habían jugado
y los alfiles ¡al fin! se decantaron por el bullicio.
El tiempo ya no cuenta, sólo la jugada
y la reina se ha quedado en bragas.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Lazos en el pelo



Cuando era niña, y aún muchos años después, un “no” era un no y no había mucha más discusión; tampoco tenía matices disuasorios, ni siquiera era remotamente negociable. Era un NO, y punto.
Ahora los noes tienen variantes, pueden significar desde un “tal vez” hasta un  tímido “si”, pasando por un “ya veremos” o por un conciliador "puede ser".
Hablo de la disciplina de antaño en un entorno rural, tanto en casa como en el colegio. Imaginaba entonces que en las ciudades la mentalidad de la gente era más abierta; seguro que era por que suponía que ir a trabajar en tren o en autobús todos los días era muy moderno. Qué conclusiones más insólitas cuando se empiezan a elucubrar cuestiones totalmente ajenas al hábitat en el que vas creciendo, en el que te vas desarrollando como ente pensante, pero es que a esa tierna edad la imaginación traspasa las nubes sin tener que pagar tasas.
Una niña que vivía aquí, ya ni recuerdo su nombre, se trasladó con su familia a Madrid y en las primeras vacaciones me contaba que su padre marchaba a trabajar por la mañana y no volvía hasta la noche porque iba en tren. Imagino que la niña me lo narraba con pena y yo lo entendí al revés. Para mi era novedoso. Además traía lazos en el pelo y aquí, a lo sumo, nos ponían un prendedor, que entonces lo llamábamos sujetador y tuvimos que dejar de llamarlo así cuando los sostenes dejaron de llamarse sostenes. Y es que, aunque no lo parezca, hablo de hace ya muchos años y yo nunca había visto un tren, por que aquí el tren ni olerlo (hubiera sido precioso que hubiéramos tenido una estación).
Quería decir, que me lié, que al traer lazos la niña hasta en días de diario, todo lo que me contaba relacionado con su vida en Madrid lo magnificaba, me parecía superlativo.
Qué error.
Ahora ya sé, ahora ya sabe todo el mundo, excepto los urbanitas, que dónde más calidad de vida hay, dónde mejor se vive  es en los pueblos,  donde mejor se come, donde mejor se pasea, donde mejor se duerme, donde mejor se… (rellénese la línea de puntos), donde mejor se sueña, donde mejor se madruga, etc. porque aquí la polución la trocamos por líquenes y las estridencias por tarareos.
¡Anda que no tarareo yo ni nada por lo bajini cuando subo por la cuesta de la Herradura hasta la Plaza!

sábado, 28 de abril de 2012

Llueve



Está cayendo una melujina que pa qué, me acaba de decir una mujer.
El melujino es una hierba que nace, muy junta, en los regatos; es casi tan venerada por los devoradores de ensaladas como las arrabazas y los berros.
Ha estado lloviendo toda la mañana sin parar, pero no a chaparrón sino gotas pequeñas, relajadas, ligeras, “muy bien caídas”; se dice aquí que la lluvia está bien caída cuando, en su levedad, impregna la tierra y no forma charcos en la superficie que inunden o aneguen lo sembrado. Y es a esa lluvia tan bien caída a la que llamamos melujina.
La parrafada anterior se hubiera evitado diciendo sencillamente que “lleva toda la mañana cayendo chirimiri o calabobos”, vocablos acuñados en el norte pero usados ya en toda la península, posiblemente porque su pronunciación acaba siendo tan graciosa como acertado su sonido fonético, casi onomatopéyico.
Que llueva que llueva a la virgen de la cueva…, canta Rocío con entusiasmo.
Me gusta ver llover. Una vez miré el suero y pensé que si agujereaba la bolsita, tendría la sensación de que estaba lloviendo. Tantos días recluída, en aislamiento invertido para más inri, dan para idear hasta maldades, ya ve usted, doctora. Al día siguiente (juro que fue casualidad), una bolsa mal cerrada goteaba y yo la dejé (había dos y  mi vía, por tanto, no quedaba desabastecida). Al cabo del rato, cuando supuse que se había llenado el embalse del Esla, me incorporé para llamar al timbre, que vinieran a ponerme suero nuevo y de paso aproveche para mirar el caudal represado sobre las baldosas grises y… ¡oh, no, mis zapatillas empapadas! Pero como hasta los contratiempos se pueden rentabilizar, imaginé que eran dos barquitas, de manera que cuando llegó la enfermera me pilló sonriendo y me dijo “eso es que te acaba de llamar el novio y por eso estás tan contenta” y yo le dije con cara de pava: “¡sí!”. 
Tenía otro par de los de “por si acaso” en el armario (otro par de zapatillas, no de novios) y tal vez por eso no maldije, una por una, todas las cosas.
Me acaba de llamar una amiga lamentándose por el exceso de lluvia y yo le dije que llevábamos meses sin catarla, que qué quejica y me contestó  que hacía dos semanas que llovia y que además “mira tú en la época que estamos ya, y con lluvia y frío”. Vaya temas de tratar por teléfono, ¿verdad?
Pero es cierto, a punto estamos de que sea mayo y a penas hay flores entre la hierba de los prados y y las huertas que se ven desde mi casa. Además tengo que caminar, no ya retomar el camino dejado hace meses, sino tomar uno nuevo, con piedras, sí, pero no las mismas. Que sean otras piedras las que me hagan tropezar y así todo será tan nuevo que dejaré que la necesidad humana de enredarlo todo me sorprenda otra vez.

martes, 7 de febrero de 2012

Tendiendo sueños


Se pueden lavar los sueños y tenderlos al sol para que se oreen, de este modo siempre estarán listos para ser soñados de nuevo pero con matices diferentes, sin que tengamos que aferrarnos a utopías que con el paso del tiempo se ajan, se alejan o dejan de ser probables.
Otra cosa es obsesionarse y acabar en un frenopático, pero eso ahora no viene  a cuento; hablo de la levedad de los sueños y no de modificar la psique.
La realidad a veces es tan dura que si no se aliña con fantasías o quimeras que nos hagan sonreír, sería improductiva y ni siquiera merecería la pena. Supongo que quien decide dejar de vivir es por que carece de sueños que hubieran enmendado o cambiado su realidad por otra más estimulante.
No importa que los sueños sean imposibles (casi siempre lo son), lo que importa es que esos sueños sean una terapia que ayude a positivizarlo todo, de este modo ya no sólo cuentas con una, sino con dos perspectivas de tu existencia ¿Qué más da que una sea materialmente imposible realizarla? ¿Acaso la realidad no es a veces imposible?
No podemos dejar de soñar nunca, los sueños forman parte de la realidad; aunque parezca una paradoja no lo es y puedo demostrarlo, pero sé que no hace falta.

sábado, 4 de febrero de 2012

Aceras



-Qué sí, cariño, voy, que ya te oí.
¿Cariño? ¿Le he llamado “cariño” al microondas?
No, por favor, no puede ser.
Soy una mujer de mediana edad, en pleno uso de mis facultades mentales, actualmente de baja por un problemilla que ya carece de importancia, pero vamos, que generalmente suelo hablarle al microondas como le habla todo el mundo cuando te avisa por segunda vez que ya está listo lo que sea,  con un “¡que ya oí, coño!”.
No sé, me estoy enterneciendo mucho, ¿pero tanto, tanto hasta el extremo de que ser tan afable con un horno signifique que la medicación me está afectando a la neurona del amor?
O tal vez sea, dicen mis amigas, que ya llevo mucho tiempo en casa…
Recuerdo que durante años y años mi hábitat natural era la calle. Una afectuosa mujer que pasó por mi vida dejando una entrañable huella, me decía que tenía que haber sido cartero. Y es verdad, reconozco que las aceras de mi pueblo me han dado siempre un resultado estupendo para mis historias imposibles, para mis cartas de amor que nunca he escrito, para mis viajes transoceánicos rumbo a islas pobladas por indígenas felices. Las aceras son una disculpa para examinar la vida a través de la espalda, el torso o los zapatos de quienes te preceden, vienen de frente o te  adelantan.
También sirven para no ver a quien tampoco quiere verte, para cambiarte a la de enfrente si en aquélla da la sombra, para toparte con alguien a quien llevas deseando ver hace tres días o para caminar sin más e ir hasta la Plaza por el placer de ir para luego bajar por la calle de los Labradores, ver el río y subir otra vez por la Herradura.
Sin embargo en las ciudades caminar por las aceras no tiene tanta literatura; la gente va siempre tan deprisa…