
¡Acabo de ver una mariposa amarilla!
Cuando era pequeña, creía a pies juntillas que ver una mariposa era el presagio de que algo bueno me iba a suceder. Y como por muchas mariposas que viera nunca me pasaba nada fabuloso, tuve que inventar la necesidad urgente de pedir un deseo cada vez que pasaba una volando cerquita de mí (asunto este bastante habitual en un pueblo rodeado de naturaleza en estado puro por todas las esquinas, donde los insectos, pájaros y demás bicherío volador, forman parte del paisaje costumbrista). Es cierto que abusaba de la proporción para ver si la casualidad me beneficiaba, pero aún así aquello tampoco funcionó y yo me desesperaba en silencio tal vez porque ya desde bien niña, mis deseos fueron siempre imposibles. Tan imposibles que ni el niño Jesús ni su santísima madre en su infinitísima bondad, tuvieron nunca la deferencia de concederme; cuando tuve 9 años o así, los despedí de mi vida para siempre, por su evidente incompetencia. Más de un castigo me costó con la patronal de hábitos azules y con mi progenitor, pero nunca di marcha atrás.
Me hace gracia pensarlo ahora que ya soy cuarentona y mi niñez reposa para siempre entre la frustración de los desencantos y aquellos primeros poemas cargados de lirismo, en los que no tenía empacho en declararme la persona más infeliz del mundo. Pero eso sólo lo sabíamos mi cuaderno de anillas, mi bolígrafo BIC (que me pirriaba sobre todos los bolis) y yo. Al resto del mundo no le importaba y empecé a enfundarme en una escafandra que, con los años, afortunadamente aprendí a quitarme.
El caso es que a estas alturas, aún no sé bien si es la vida quien nos va marcando o somos nosotros quienes la pautamos.