martes, 1 de noviembre de 2011

Atemporal

Años después del desastre emocional que nos causó la ruptura, ayer coincidimos en Nueva York delante de un Picasso al que examinábamos como si realmente entendiéramos la abstracción a la que fue sometido el arlequín.

 (Todas las historias pijas -sean de dónde fueren las dos partes en conflicto- acaban teniendo como escenario común una sala de arte de Nueva York).

Hacía rato que te había visto desde un extremo de la sala, jerez en copa, y ni un instante dudé que fueras tú pero preferí acercarme discretamente para corroborarlo y a la vez mirar el mismo cuadro que mirabas.  
El olor dulzón a tú sempiterna colonia era tu seña de identidad y por tanto, la confirmación de que efectivamente se trataba de ti. Tantos años y aún seguías usándola; recuerdo perfectamente que fui yo quien te la regaló a los pocos meses de conocernos, ¿lo recordarías tú también o sencillamente seguirías usándola por esa manía tuya de no cambiar casi nunca de costumbres? Cuánta obstinación…
¿Cuántos años habían pasado desde que nos tiramos los recuerdos a la cabeza? ¿Veinte? ¿Más?
Supe que habías ido también al psiquiatra pero al cabo de unos meses perdí todas las pistas que me llevaban a tus quehaceres y preferí no seguir indagando. Total quien me había puesto los cuernos habías sido tú y por tanto tú eras quien debería desaparecer de mi vida sin que yo hiciera nada para reencontrarte.
Qué normales éramos y de qué atípica manera nos comportábamos.
Pasado un tiempo dejé de evocarte con los ojos cerrados y tan  sólo una noche de octubre se me ocurrió pensar que una infidelidad (que no dejan de ser siempre atemporales y quien sabe si necesarias) no debería ser la causa de una ruptura eterna, pero deseché la idea porque ya hacía varios otoños que nos habíamos ido para siempre.
Ayer, al verte en la sala de arte (ésa en la que el destino nos tenía preparada la sorpresa de un encuentro casual) supe que eras la persona que más había amado en mi vida pero fingí que a penas te recordaba y sonreí con exceso de ausencia cuando me dijiste:
 _¡Hola!, ¿cómo estás? Me alegra verte, ¿me recuerdas, verdad?
_Ah…  hola, claro. Qué tal, cuánto tiempo, sí…

Pero ese perfume… el mismo que te regalaba cuando nos amábamos, me desarmó por dentro y empecé a odiar a Picasso y a Nueva York en la misma proporción, y sonreía como si realmente dudara quien eras porque no me podía permitir ni tan siquiera una grieta por la pudieras entrever que estaba empezando a temblar como la primera vez que nos besamos.

3 comentarios:

rural dijo...

¿no es la vida misma atemporal? Este otoño es el mismo siempre y las fotos de uno de ellos son siempre las mismas. ¿Porqué no perdonar cuando, si no lo hacemos, somos nosotros los que más sufrimos?.Precioso un reencuentro ante una obra de arte y con un buen vino en la mano, eso sí es "temporal" y con fecha de caducidad.Carpe diem

Ángela dijo...

Tienen usted razón en que es mejor perdonar, sin duda. Sin embargo dudo que los otoños sean los mismos siempre, no eso creo que no. Y sí, precioso el reencuentro ante una obra de arte.
Vuelve cuanquoe gustes, ya sabes que siempre tengo hecho café.

Anónimo dijo...

Me encanta