miércoles, 9 de noviembre de 2011

De personajes y sueños

¿Nunca se os ha escapado un personaje de un libro y os ha perseguido hasta límites insospechados e insospechables? Hasta más allá, por ejemplo, de una simple madrugada, horadando el sueño, desvelándoos; o incluso dormidos, en fase REM, conviviendo con ellos dentro del mismo argumento o en otro paralelo que, consciente o inconscientemente, hayamos creado.
A veces también esos personajes acompañan en horas de silencio, o en minutos de silencio, vaya, cuando una está haciendo nada o haciendo algo que no requiera más que trabajo manual y quede la mente disponible para el menester de pensar.
Quizá de niños esto suceda con más frecuencia después de leer, o de que te lean, un cuento. Pero a los adultos también nos sucede, no sé si a todos pero estoy segura que a alguien más que a mi le tiene que pasar.
Me refiero a que se le escapen personajes de entre los libros y se empeñen en quedarse por algún tiempo, hasta que otr@, con los ojos más azules, l@ sustituya.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Sala de espera


La chica rubia que acompaña a la señora mayor debe tener aproximadamente cuarenta años, o seguramente tiene más o seguramente tiene menos  o seguramente yo no tenga ni idea de la edad que tiene. Llevo viéndola varios miércoles seguidos. La mujer a la que acompaña desde luego que ha mejorado; los primeros días daba penita verla, hoy por lo menos sonrió a la enfermera cuando dijo su nombre.
La rubia que digo lee revistas del corazón con avidez y cuando ha devorado todas, las que trae en una bolsa del corte inglés y las que hay en el revistero, saca su móvil y juega con él. No levanta los ojos ni por casualidad pero tampoco tiene aspecto de ser retrasada.
El señor de enfrente, con camisa de rayas azules, tiene mirada bondadosa, a veces nuestros ojos se cruzan y nos sonreímos sin saber porqué. También lleva viniendo varios miércoles. Lo acompaña una señora que debe ser su mujer y hoy,  por falta de sitio, se ha sentado cuatro sillas más allá y de vez en cuando vuelve la cabeza inclinándose con una extraña y silenciosa mueca para asegurarse que su marido sigue ahí; luego la mujer retoma su postura, cierra los ojos y se entrega en profundidad a sus pensamientos.
La enfermera se ha pasado todo el rato quitando y poniendo el aire acondicionado, atendió todas las peticiones de “haz el favor de quitar el aire, bonita; qué frío”, “¿no podría usted poner el aire, señorita, qué calor?”,  y así la hora y pico de espera.  Me ha encantado su tranquilidad y mira que es difícil agradar a todo el mundo a la vez sin perder la compostura.
La señora que está a mi lado lleva un bolso rojo-rojo-con-ganas-casi-bermellón que no puede ser más feo, pero a ella le hace juego con las sandalias y seguramente le encanta el conjunto. La buena mujer, pues, tiene mi beneplácito para ponerse encima lo que quiera. La acompaña su hija, que es una protestota que no sabe esperar ni guardar las formas. La conozco de hace ya varias semanas. De vez en cuando baja sus vista hacía el Ocho, que menudo tocho es para andar de acá para allá con él, y nos deja en paz 10 minutos seguidos; intenté recordar el final pero me resultó imposible y eso que hubiera jurado que en su momento me gustó.
Está el hombre alto que es moreno teñido, pero qué mal le queda así el pelo.  Definitivamente los hombres que se tiñen no me gustan nada, les queda la cara como sin gracia. Además a mí siempre me han gustado con canitas.
El matrimonio joven que siempre sonríe acaba de llegar, son muy monos los dos. Muy planchaditos y con los zapatos brillantes. A ella se la ve muy enamorada y él, creo que por chulería, pasa un poco de sus arrumacos, pero se les nota muy cómplices y me encanta.
La hija de la mujer de bolso y sandalias rojas empieza a despotricar otra vez, ya nadie la mira y me da la impresión de que eso la pone de peor humor.
Hago un chasquido con la lengua y vuelvo a  una anotación que tomé de una página de Internet que me llamó poderosamente la atención y la copié en una hoja de libreta que me está viniendo muy bien como separador del libro que estoy leyendo (El retrato de Dorian Gray). La anotación que digo es la ley o principio de Pascal:

“la presión ejercida por un fluido incompresible y en equilibrio dentro de un recipiente de paredes indeformables, se transmite con igual intensidad en todas las direcciones y en todos los puntos del fluido”.

¿Y para llegar a esa conclusión hacía falta hacer una ley o un principio? Pues sí, porque gracias a ello se pudo desarrollar la prensa hidráulica, entre otros inventos.

martes, 1 de noviembre de 2011

Atemporal

Años después del desastre emocional que nos causó la ruptura, ayer coincidimos en Nueva York delante de un Picasso al que examinábamos como si realmente entendiéramos la abstracción a la que fue sometido el arlequín.

 (Todas las historias pijas -sean de dónde fueren las dos partes en conflicto- acaban teniendo como escenario común una sala de arte de Nueva York).

Hacía rato que te había visto desde un extremo de la sala, jerez en copa, y ni un instante dudé que fueras tú pero preferí acercarme discretamente para corroborarlo y a la vez mirar el mismo cuadro que mirabas.  
El olor dulzón a tú sempiterna colonia era tu seña de identidad y por tanto, la confirmación de que efectivamente se trataba de ti. Tantos años y aún seguías usándola; recuerdo perfectamente que fui yo quien te la regaló a los pocos meses de conocernos, ¿lo recordarías tú también o sencillamente seguirías usándola por esa manía tuya de no cambiar casi nunca de costumbres? Cuánta obstinación…
¿Cuántos años habían pasado desde que nos tiramos los recuerdos a la cabeza? ¿Veinte? ¿Más?
Supe que habías ido también al psiquiatra pero al cabo de unos meses perdí todas las pistas que me llevaban a tus quehaceres y preferí no seguir indagando. Total quien me había puesto los cuernos habías sido tú y por tanto tú eras quien debería desaparecer de mi vida sin que yo hiciera nada para reencontrarte.
Qué normales éramos y de qué atípica manera nos comportábamos.
Pasado un tiempo dejé de evocarte con los ojos cerrados y tan  sólo una noche de octubre se me ocurrió pensar que una infidelidad (que no dejan de ser siempre atemporales y quien sabe si necesarias) no debería ser la causa de una ruptura eterna, pero deseché la idea porque ya hacía varios otoños que nos habíamos ido para siempre.
Ayer, al verte en la sala de arte (ésa en la que el destino nos tenía preparada la sorpresa de un encuentro casual) supe que eras la persona que más había amado en mi vida pero fingí que a penas te recordaba y sonreí con exceso de ausencia cuando me dijiste:
 _¡Hola!, ¿cómo estás? Me alegra verte, ¿me recuerdas, verdad?
_Ah…  hola, claro. Qué tal, cuánto tiempo, sí…

Pero ese perfume… el mismo que te regalaba cuando nos amábamos, me desarmó por dentro y empecé a odiar a Picasso y a Nueva York en la misma proporción, y sonreía como si realmente dudara quien eras porque no me podía permitir ni tan siquiera una grieta por la pudieras entrever que estaba empezando a temblar como la primera vez que nos besamos.