sábado, 12 de julio de 2008

En el metro de París

Foto: Estación de metro Invalides. París


En el metro de París las personas siempre van callando, con prisa, sus cuitas. No miran de lado, sólo de frente. No sé que pensarán, desde luego en su vecino inmediato de asiento o barra vertical, no. Supongo que en los metros de las ciudades grandes siempre es así; por fortuna no lo sé porque no soy usuaria de ese vehículo. En mi pueblo sólo hay calles y callejas y en el subsuelo habrá lo que haya pero túneles con raíles y vagones abarrotados de gente, no. Hay campo -de eso estoy bien segura- mucho campo, tanto que si miras al infinito sólo ves cielo y monte. Podría explicarlo mejor, pero no estoy inspirada.
En el metro de París el entramado subterráneo da miedo, tantas rayas y estaciones en el plano, tanta gente siempre deprisa con el bono aún en la mano porque no da ni tiempo a guardarlo.
Impresionan los angostos túneles azulejados, y adornados con papelones de cosas para comprar o de películas de inminente estreno. Quizás lo único estático que hay en las estaciones sea eso, los anuncios enmarcados sobre las paredes cóncavas. Porque el resto de lo que pulula allí abajo se mueve a una velocidad vertiginosa. Incluso quien llega dos minutos y pico antes de que pase el tren siguiente (pasa cada tres), mira el reloj constantemente e inmediatamente dirige con ansiedad la mirada al oscuro túnel que antecede al metro que está a punto de llegar. Y cuando llega, todos en tropel suben en los distintos compartimentos. Siempre hay gente que viene de la estación anterior cómodamente sentada, pero que, inevitablemente, se bajan en la siguiente y casi ni da tiempo a escrutar sus caras de hastío e inventarle una biografía que los libere del peso de todo el asfalto de la ciudad sobre sus cabezas.
Sólo toman asiento por breve espacio de tiempo los turistas de pueblo que visitan la ciudad. No es que se note la procedencia rural, pero sí la calma que emana de sus caras.
Un racimo humano de razas a cada 3 minutos se da cita en los sótanos de París. Sobre todo negros, orientales y sudamericanos y después árabes e hindúes, y por último europeos de distintas nacionalidades. Lo sé porque a veces, si van en un grupo dos o más personas, si intercambian alguna palabra, por el sonido me atrevo a diagnosticar su lugar de procedencia. Una de idiomas no sabe, pero sí de sonoridades fonéticas.
Frente a mi, dos chinos o japoneses (aquí patino…) ni se inmutaron cuando una compatriota suya (por lo menos de ojos), quedó atrapada durante larguísimos segundos entre las puertas automáticas del vagón mientras intentaba entrar a toda prisa para bajar justo en la siguiente estación.
Un chicarrón negro se sentó al lado de otro no menos fornido hombretón también negro y ni se miraron. Y fíjate, yo juraría que eran del mismo sitio porque los rasgos eran idénticos. Decir que fueran parientes me parece exagerado, pero juro que lo pensé.
Una pareja sudamericana cargada de niños y de bolsas, a duras penas encontraban sosiego en el habitáculo rectangular; de pie en el pasillo mientras sujetaban las bolsas se le escapaban los niños, y miemntras sujetaban los niños se le escapaban las bolsas. Al final el mayor de los cuatro cobró mientras de una bolsa se escapó un paquete de cacao en polvo y un par de bagetes.
Un hombre con barba de muchos días bostezaba al mismo tiempo que limpiaba las gafas con un pañuelo de papel. Después de frotó los ojos y siguió dormitando tras los cristales limpios.
Uy, si yo viviera en París, usaría siempre bicicleta.

Foto: Mujer descansando en un parque. París